Una escena cotidiana se repite en cualquier rincón del mundo: adultos y adolescentes revisando sus teléfonos incluso en los momentos más íntimos. No es extraño ver a alguien entrar al baño con el dispositivo en la mano o interrumpir una conversación para mirar la pantalla.
Esta normalidad aparente esconde un fenómeno que, según algunos especialistas, podría convertirse en uno de los problemas de salud más urgentes de la sociedad contemporánea.
El celular como sustituto de la vida real
Marc Masip, psicólogo y director del Instituto Psicológico Desconecta, asegura que “el teléfono móvil se ha convertido en la droga del siglo XXI”. Aunque el manual DSM-5 todavía no reconoce oficialmente la adicción al celular o a las redes sociales, ya admite la de los videojuegos o la pornografía. Para Masip, la diferencia es solo cuestión de tiempo.
El especialista señala que las llamadas “banderas rojas” son claras: “cuando hay síndrome de abstinencia, cuando sustituyen actividades básicas de la vida o cuando hay una afectación en tu vida personal, social o laboral”. En consulta, advierte, han pasado más de 4,000 jóvenes con problemas derivados del abuso tecnológico. “Por favor, no le den un teléfono móvil antes de los 16 años a su hijo”, insiste, recordando que el contenido violento, pornográfico o autolesivo está a solo un clic de distancia.
Padres en la encrucijada: ¿prohibir o controlar?
La contradicción de muchos hogares gira en torno a la presión social. Los padres temen que su hijo quede aislado si no tiene teléfono. Masip responde tajante: “El hecho de que mi hijo tenga amigos o no, no depende de un teléfono móvil. Los chicos que utilizan más el teléfono móvil tienen menos habilidades sociales para relacionarse en persona”.
El psicólogo recuerda que incluso las propias compañías tecnológicas fijan en 16 años la edad mínima para abrir cuentas en sus redes, aunque en Estados Unidos se permite desde los 13. Esa disparidad alimenta la confusión y, en su opinión, demuestra que el negocio prima sobre la salud. “Esto es un negocio que se lucra de nuestros hijos, tengámoslo claro”, denuncia.
En cuanto a los límites, Masip no duda: “Los límites son fundamentales. Más de 2 horas al día no debería estar permitido, y tampoco cenar con el teléfono en la mesa”. Reconoce que las aplicaciones de control parental pueden ayudar, pero advierte que “eso no es educar, eso es controlar”. Para él, la clave es formar en valores, no solo vigilar.
Consecuencias invisibles y un futuro en riesgo
Los efectos no se limitan al tiempo de pantalla. Estudios recientes ya advierten de que el uso excesivo del celular “reduce la capacidad de comprensión y la concentración lectora”. Masip añade otro problema: la inmediatez. “Nos están dando mucha dopamina y poca paciencia. Estamos haciendo chicos más tontos con el paso de los años por culpa de las pantallas”.
En sus charlas habla de la distancia entre lo que se es y lo que se vende en redes sociales. “Cuando esa diferencia es muy grande, se genera frustración, y la frustración tiene dos muy buenas amigas: la adicción y la depresión”, explica. Esa presión de aparentar una vida perfecta alimenta comparaciones dañinas y eleva los riesgos de ansiedad, autolesiones y suicidios.
Aun así, el especialista destaca una tasa de éxito del 97% en su centro, aunque subraya que los fracasos ocurren cuando “los padres no colaboran”. Sus palabras resumen la magnitud del desafío: “Nadie está exento de que esto le pueda pasar. Precaución, educación y límites son la clave”.
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