Un hallazgo en apariencia inerte se ha convertido en uno de los anuncios más sorprendentes de la ciencia espacial reciente. Una roca recolectada en 2024 por el rover Perseverance, en una zona del cráter Jezero, exhibe patrones que desconciertan a los investigadores. Tras un año de estudios, la NASA declaró que la muestra contiene “la señal más clara” hasta ahora de lo que podría ser vida antigua en Marte.
Una roca con misteriosas huellas
La muestra, bautizada “Cañón Zafiro”, fue extraída de un afloramiento conocido como Cheyava Falls, en el valle Neretva Vallis, una región formada por agua hace más de 3,000 millones de años. La superficie presenta manchas irregulares, llamadas “de leopardo”, y diminutos puntos apodados “semillas de amapola”. Para Sean Duffy, administrador interino de la NASA, la conclusión del equipo es contundente: “Miren, no encontramos otra explicación”.
Los instrumentos del rover detectaron compuestos orgánicos, vetas de sulfato de calcio e indicios de hematita. Según Joel Hurowitz, científico planetario de la Universidad Stony Brook, “este tipo de combinación suele estar vinculada a metabolismos microbianos”. Katie Stack Morgan, del JPL, añadió que “estas rocas nos brindan una ventana a un período en el que la vida estaba emergiendo en la Tierra y quizá también en Marte”.
El gran reto: traer las pruebas a la Tierra
Aunque los análisis realizados en Marte son impresionantes, la comunidad científica coincide en que solo será posible confirmar si hubo vida al traer las muestras al planeta. Michael Tice, de Texas A&M, fue directo: “Debemos considerar seriamente la posibilidad de que fueran creadas por criaturas como bacterias que vivían en el lodo de un lago marciano”.
El problema es financiero. La NASA enfrenta la presión de recortes presupuestarios que amenazan con retrasar la recuperación de las muestras. “Traer esta muestra nos permitiría analizarla con instrumentos mucho más sensibles que cualquier otro que podamos enviar a Marte”, advirtió Tice.
Lo más fascinante de este hallazgo es que, aunque una roca pueda contener pistas de vida antigua, también abre la puerta a una reflexión mayor: ¿y si Marte todavía guarda secretos vivos en rincones que nunca hemos explorado? La intriga crece al imaginar que esas “manchas de leopardo” no sean solo huellas del pasado, sino parte de un rompecabezas biológico aún en curso.
La paradoja es evidente: las pruebas más sólidas están atrapadas a millones de kilómetros, y traerlas a la Tierra requiere una compleja operación técnica y financiera que hoy parece incierta. Esa distancia y esas dificultades convierten la búsqueda en algo casi filosófico: tenemos la sospecha en nuestras manos, pero la confirmación definitiva sigue escapándose como un espejismo en el desierto marciano.
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