En el corazón del vino estadounidense, las colinas doradas de Sonoma viven un momento de incertidumbre. Lo que alguna vez fue símbolo de prosperidad agrícola y turismo de lujo hoy enfrenta una tormenta perfecta: consumidores que beben menos, precios desplomados y un clima tan favorable que, paradójicamente, agrava la crisis.
Los productores de California, responsables de 80% del vino elaborado en EE. UU., están atravesando la peor caída del sector desde la Prohibición. Las bodegas acumulan excedentes y los viticultores, ante la imposibilidad de vender, han comenzado a arrancar viñas.
El Instituto del Vino reporta que solo en el último año las exportaciones a Canadá —principal mercado extranjero— se desplomaron 96%, pasando de casi $111 millones a menos de $4 millones, luego de que Ottawa respondiera con sanciones a los aranceles impulsados por Donald Trump.
La situación golpea incluso a gigantes como Jackson Family Wines, dueña de Kendall-Jackson, que analiza replantar parte de sus 14,000 hectáreas y ha reducido precios para sobrevivir. “Cuando el vino supera los $19.99, se convierte en un límite psicológico para muchos consumidores”, admitió su vicepresidenta Shilah Salmon. Otras marcas populares, como La Crema, han bajado sus precios en alrededor de $1.50 por botella para mantener la demanda.
El problema es que las nuevas generaciones no se sienten atraídas por el vino como lo hicieron sus padres. Las bebidas con cannabis o sin alcohol ganan espacio, mientras los medicamentos para perder peso reducen el consumo general. Según Gallup, solo 54% de los adultos estadounidenses afirma beber alcohol, la cifra más baja en nueve décadas.
Muchos optan por vender su producción como vino a granel a cadenas como Trader Joe’s o Target, con márgenes mínimos. Otros, simplemente, dejan sus tierras en barbecho o las ofrecen a promotoras inmobiliarias.
Esta grave situación impacta directamente a la comunidad latina, columna vertebral de la industria. Miles de trabajadores hispanos participan en la siembra, cosecha, mantenimiento de viñedos y operaciones en bodegas. La reducción de la demanda, los recortes de producción y el arranque de viñas significan despidos, menores jornales y la pérdida de empleos estacionales que sostienen a muchas familias migrantes.
Esta desaceleración no solo golpea la economía local, sino también el tejido social de comunidades rurales donde la viticultura ha sido fuente de estabilidad, identidad y ascenso económico para miles de trabajadores hispanos en el norte del estado.
El vino californiano, que alguna vez simbolizó el sueño americano del campo, enfrenta hoy una resaca amarga de exceso, competencia global y consumidores que se alejan del ritual de la copa.
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