En un supermercado cualquiera, frente a un estante lleno de productos conocidos, pocos consumidores sospechan que el contenido del envase puede no ser exactamente el mismo en todas partes del mundo. El logo es idéntico, el diseño apenas varía y el precio parece coherente con el mercado local. Sin embargo, para muchos viajeros y migrantes, la diferencia se percibe de inmediato cuando comparan un mismo producto comprado en un país desarrollado y en uno en vías de desarrollo. El resultado suele ser desconcertante: lo que funciona bien en un lugar, decepciona en otro.
El fenómeno de la “doble calidad” no es un mito
Durante años, la idea de que las multinacionales venden productos “peores” en ciertos países fue tratada como una exageración. Hoy, ya no lo es. En Europa, el concepto de dual quality se convirtió en un escándalo político y regulatorio.
Investigaciones impulsadas por la Comisión Europea entre 2017 y 2019 confirmaron que marcas idénticas ofrecían productos con formulaciones distintas en Europa occidental y oriental. Algunos contenían menos ingredientes activos, otros usaban sustitutos más baratos o reducían componentes clave sin advertirlo claramente al consumidor.
A raíz de esos hallazgos, la Unión Europea endureció su normativa. Bruselas concluyó que vender productos diferentes bajo la misma presentación podía considerarse una práctica engañosa si no se informaba de manera clara. El problema, sin embargo, no se limita al continente europeo.
Medicamentos legales, pero no siempre equivalentes
El caso de los fármacos es especialmente sensible. Organismos como la Organización Mundial de la Salud han advertido sobre la presencia de medicamentos “subestándar” en mercados de ingresos medios y bajos. No se trata necesariamente de productos falsificados, sino de medicamentos legales que cumplen con los requisitos mínimos locales, pero cuya eficacia puede ser inferior.
La diferencia suele estar en la biodisponibilidad: cuánto y qué tan rápido el principio activo es absorbido por el cuerpo. En países como Canadá o Estados Unidos, las agencias regulatorias exigen pruebas estrictas de bioequivalencia. En otros mercados como el latinoamericano, las exigencias pueden ser menos rigurosas o la fiscalización posterior más débil. El resultado es que un analgésico común puede aliviar el dolor de forma contundente en un país y apenas tener efecto en otro, aun siendo de la misma marca y en envase identico.
La OMS ha señalado en informes técnicos que “las diferencias en estándares regulatorios y en capacidad de control influyen directamente en la calidad percibida de los medicamentos disponibles para la población”.
Productos de consumo: menos aroma, menos potencia
Fuera del ámbito farmacéutico, las variaciones son aún más frecuentes. Detergentes, ambientadores, productos de limpieza y cosméticos suelen adaptarse a cada mercado. Investigaciones periodísticas de medios como la BBC y The Guardian han documentado cómo algunas versiones destinadas a países en desarrollo contienen menor concentración de fragancias, tensioactivos o componentes activos.
En términos simples: el producto cumple con las normas de seguridad, pero rinde menos. Un ambientador puede oler intensamente y durar horas en Canadá, mientras que en Colombia el aroma se desvanece en minutos. La explicación no suele estar en el transporte ni en el clima, sino en fórmulas diseñadas para reducir costos y ajustarse al poder adquisitivo local.
Desde el punto de vista legal, estas prácticas suelen ser permitidas, siempre que no representen un riesgo para la salud. La ley regula seguridad, no desempeño. Para el consumidor, la diferencia se traduce en frustración.
Por ahora ninguno de los gobiernos que se autodenominan “progresistas” o de “izquierda” en países de Latinoamérica, han hecho nada al respecto a pesar que una de sus banderas es ir en contra del “capitalismo salvaje” y a favor del bienestar de sus ciudadanos.
Regulación, cultura y resignación del consumidor
¿Por qué estas diferencias persisten? Expertos en consumo coinciden en varios factores: menor capacidad de fiscalización estatal, escasa cultura de reclamo, procesos judiciales lentos y una aceptación social del “así funciona aquí”. En mercados donde el consumidor compara, denuncia y presiona, las empresas tienen menos margen para degradar la calidad. Donde el reclamo es individual y disperso, el incentivo es el opuesto.
En palabras de un funcionario europeo citado durante el debate del dual quality: “Las empresas ajustan sus productos al nivel de exigencia del mercado, no solo al ingreso promedio”.
Este contexto también explica por qué, en muchos países, las multinacionales ofrecen líneas “premium” a precios elevados que sí replican la calidad de los mercados desarrollados, mientras el producto estándar queda muy por debajo.
Más allá del producto: una cuestión de dignidad
El debate sobre la doble calidad va más allá del detergente que limpia menos o del analgésico que no calma del todo. Toca una cuestión más profunda: la normalización de que ciertos consumidores merecen menos, simplemente por su ubicación geográfica. Mientras no exista una presión sostenida por estándares homogéneos y transparencia real, las diferencias seguirán justificándose como “adaptaciones de mercado”.
Al final, la calidad que llega a un país no depende solo de las decisiones corporativas, sino también del nivel de exigencia social, regulatoria y cultural. Cuando el consumidor deja de aceptar silenciosamente lo que no funciona, la ecuación comienza a cambiar. Hasta entonces, la misma marca seguirá ofreciendo experiencias muy distintas según el lugar donde se compre, recordando que, en la economía global, la calidad rara vez es neutral.
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