La decisión del gobierno de Estados Unidos de confiarle a Boeing el desarrollo del nuevo avión de combate F-47 ha encendido las alarmas entre expertos en defensa, reguladores y ciudadanos. La preocupación no está en la capacidad técnica de la empresa, sino en su historial reciente, marcado por decisiones empresariales que priorizaron el beneficio económico sobre la seguridad.
Boeing aún carga con las secuelas de los accidentes del modelo 737 MAX, ocurridos en 2018 y 2019, que costaron cientos de vidas y revelaron fallos internos graves en el proceso de certificación.
La percepción pública sobre su compromiso con la seguridad se vio aún más deteriorada cuando surgieron denuncias de trabajadores que afirmaban haber sido ignorados o incluso silenciados por advertir sobre problemas estructurales o riesgos operativos.
Uno de los casos más delicados fue el del exempleado John Barnett, quien señaló irregularidades en la producción y supuestas represalias por sus denuncias. Poco después, se quitó la vida. Su familia ha presentado una demanda contra Boeing, lo que ha reabierto el debate sobre la cultura interna de la empresa y su relación con la seguridad.
Este panorama genera dudas sobre si Boeing está realmente preparada para asumir un proyecto tan estratégico como el F-47, un avión que será clave para mantener la superioridad aérea de Estados Unidos en las próximas décadas. Una falla, incluso menor, en el desarrollo de esta aeronave no solo tendría consecuencias económicas, sino también militares y geopolíticas.
Frente a estos antecedentes, muchos expertos insisten en que el Pentágono debe reforzar la supervisión, establecer auditorías independientes y asegurarse de que la seguridad no quede relegada por intereses comerciales. En un proyecto de esta magnitud, no hay margen para errores.
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