El silencio en algunos barrios se ha vuelto inquietante. Tiendas cerradas antes de lo habitual, calles sin niños jugando y miradas desconfiadas que se cruzan sin palabras. La tensión no se respira: se impone.
El presidente Donald Trump ha lanzado su ofensiva más feroz contra los inmigrantes indocumentados desde que retomó el poder. En un discurso explosivo en Truth Social, ordenó al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) intensificar su operativo en urbes controladas por los demócratas.
“Debemos intensificar los esfuerzos para detener y deportar a inmigrantes indocumentados en las ciudades más grandes de Estados Unidos”, escribió, citando sin pruebas teorías sobre votos ilegales.
La orden de Trump coincide con protestas en Los Ángeles tras redadas que dejaron a miles en vilo. “La gente tiene miedo de salir de casa”, declaró la alcaldesa Karen Bass, quien extendió el toque de queda. Trump, sin inmutarse, desplegó 4.000 guardias nacionales y 700 marines, desatando una batalla legal con California.
Stephen Miller, su asesor más radical, anticipó 3,000 arrestos diarios, quintuplicando la cifra previa. Trump arremetió también contra los demócratas: “Están desquiciados, odian nuestro país… quieren fronteras abiertas y hombres en deportes femeninos”.
Comparó la migración con “destrucción masiva”, exigiendo a su administración “revertir la oleada que ha convertido pueblos idílicos en escenarios de distopía del Tercer Mundo”. En un llamado de guerra interna, arengó: “¡Ahora, a cumplir con su trabajo!”.
Mientras tanto, ciudades como Chicago, Nueva York y Los Ángeles contienen la respiración, conscientes de que lo peor podría estar apenas comenzando.
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